Crónicas del Coronavirus 8. Mirando al futuro
Milena Gobbo
Para Eva, el arte es su medicina. Se delata a sí misma al enviarme uno de sus dibujos, en el que se ve una farmacia con un escaparate que, en lugar de medicinas, está lleno de material de bellas artes. Me trae a la memoria una entrada antigua de mi blog que hablaba, precisamente, sobre el uso del dibujo para aliviar el dolor. Está claro que la actividad artística funciona para poder regular las emociones, al menos para algunas personas.
La medicina del arte.
Eva me manda tantos dibujos que no sé por dónde empezar. Me cuesta elegir y descartar. ¡Son todos tan interesantes! Así que opto por la actualidad. El momento. Es imposible no hacerlo porque para mí ha sido maravilloso escuchar esta mañana carreras y voces de niños. Verlos con las bicicletas (privilegiada yo, que tengo un balcón desde el que puedo verlos pasar, en una avenida ajardinada y tranquila). ¡Todos tenemos tantas ganas de correr, como ellos, por la calle!
Hace muchos años vi una película cuyo título no recuerdo. Pero sí recuerdo que los niños protagonistas iban corriendo a todas partes. Verlos me trajo la infancia al cuerpo. Esa sensación fantástica. Esa prisa. Los niños no andan. Corren. Cuando se cansan basta una frase: “A ver quién llega antes hasta esa papelera”, y su cansancio desaparece. Es mágico. Los niños tienen ese impulso dentro que es envidiable. Esas ganas. Esa ilusión. Por eso me alegra pensar que los niños puedan salir a las calles, aunque sea con medidas, con metros, con reglas, con condiciones. Me alegra mucho. Pero a veces, oscilo, como Eva en sus dibujos, entre la alegría y la duda: ¿no estaremos jugando peligrosamente?
Del pasillo de casa a la calle…tomando medidas y procurando no jugar con fuego.
Con la salida de los niños, tengo la sensación (quizás falaz, pero no por ello menos intensa) de que este es el primer paso que damos hacia el futuro. Ellos, niños míos, son el futuro. Y que estén en la calle es un poco como acabar con el maldito virus. Ese que por la noche soñamos con destruir. Verlos en la calle me hace pensar que ya queda menos. Que alguno de nuestros intentos desesperados por destruirlo, por acabar con él, va a dar resultado. Que de una manera o de otra lo vamos a conseguir y que será pronto. Tengo ganas de verlo aplastado, humillado, destrozado, tengo ganas de poder con él, de ser más fuerte que él… aunque sienta que todavía el suelo en el que me apoyo sea peligrosamente inestable.
Lo aplasto, lo sierro, lo piso… puedo con él.
Sin embargo, no puedo menos que hacerme preguntas. Ya queda menos, sí, ya queda menos…pero ¿menos para qué? ¿qué es lo que vendrá después? ¿cuál es el mundo que nos espera? ¿qué nos depara el futuro? En esa ventana al mundo que son nuestros teléfonos móviles he visto miradas de todo tipo. He visto gente que simplemente esconde la cabeza y cierra los ojos al futuro porque no lo quiere ver. También gente que alza los ojos a las alturas. Al cielo de sus creencias para confiar en Dios y en su intercesión. A las alturas de los que gobiernan, porque confían o desconfían de ellos, y piensan que la solución o la derrota llegará de allí. A las alturas de la ciencia, de los sabios, de los gurús que pensamos que tienen conocimientos superiores a los nuestros y que van a encontrar la forma de salvarnos del virus, y de sus consecuencias. Y entre medias, encuentro miradas de todo tipo: esperanzadas o suplicantes, suspicaces o confiadas. Yo, me identifico con los que miran de frente. Los que simplemente miran. Los que observan. Los que intentan verlo todo. Los que miran al futuro intentando estar limpios de sesgos, expectantes, curiosos. Sin vaticinios. Sin catástrofes. Sin triunfalismos. Sólo viendo cada día lo que llega. Y deseando, eso sí, que siga llegando un día nuevo, y que el que llegue sea al menos un poco mejor.
Porque desear es gratis. Así que, a poder ser, deseo que llegue el día de la madre, el próximo fin de semana, y que mi regalo sea un poco de aire de Madrid.