Diario del confinamiento. Ana Frank y las fresas.
Milena Gobbo
De adolescente escribí un diario, como tantas otras personas, y fue algo gratificante y que llenó muchos de mis días de entonces. Como gran lectora que fui y sigo siendo, no pude evitar leer el diario más famoso de todos los tiempos, el de Ana Frank. La lectura de aquel diario me viene ahora a la cabeza en estos momentos como ejemplo claro de que un confinamiento no impide seguir viviendo la VIDA, y me permite hacer dos recomendaciones muy sencillas que quizás os ayuden en estos momentos de obligada reclusión.
Aquella chica, cuando empezó a escribir su diario, tenía la misma edad que yo cuando lo leía (13 años), y, pese al abismo que nos separaba, sus penas y sus alegrías, sus preocupaciones, sus dudas, sus pensamientos, no diferían demasiado de los míos. Los encuentros y desencuentros con sus padres y su hermana. El despertar del cuerpo y el espíritu a los primeros amores. La rebeldía contra todo lo que no entendía. La pasión por defender su espacio. Todo me resultaba terriblemente familiar. Y es que Ana, incluso confinada en un lugar cerrado durante más de dos años seguidos, sin poder salir al exterior para nada, era una persona dispuesta a vivir la vida con intensidad
Con frecuencia, cuando hablo con mis pacientes, cito, lo reconozco, de manera muy poco fidedigna, un episodio del diario de Ana Frank. Es una parte en la que el zulo en el que vivían se llenó de fresas. Era primavera y los que les protegían trajeron muchas cajas llenas de fresas. Los confinados se pasaron varios días inundados por esas “bolitas rojas”. Las limpiaban, las cocinaban para hacer mermelada, se metían más fresas en su boca que en los tarros, y en general había fresas por todas partes a las que dar salida en mil modos distintos. Los botes de conserva estallaban por la noche porque no estaban bien cerrados, y ya podéis imaginar el susto que eso les daba, cuando cualquier ruido suponía un riesgo. Las dos familias escondidas se pasaron varios días en ese trajín de fruta, y a pesar del miedo continuo a ser descubiertos, el episodio contado por Ana en el diario rebosa un cierto aroma a felicidad.
Yo trabajo con pacientes que tienen enfermedades crónicas. Dolor. A veces incapacidad. Mis pacientes tienen su propio “confinamiento”. Y mi trabajo es recordarles que no hay murallas más fuertes que las que nosotros mismos nos ponemos. Si dejamos que nuestro discurso interno se centre en “lo que no puedo hacer” corremos el riesgo de no disfrutar de lo que “sí puedo hacer”. Ese es el primer paso para recuperar el poder sobre nuestra vida. Tengo que centrarme en eso que “sí puedo hacer” y tengo que disfrutarlo plenamente. Convertirlo en mi momento de felicidad del día.
Si puedo comer una fresa, debo disfrutar de mi fresa al máximo. Su color, su aroma, su textura, su temperatura, su sabor, su forma. Durante un rato que esa fresa sea todo para mí, mi momento privado de disfrute. Cambiemos “fresa” por cualquier otra cosa accesible en nuestro entorno. Ver nacer una flor en una planta del balcón. Escuchar una canción. Contemplar el rosto de aquellos a quienes amamos, aunque sea en fotografía. Cualquier cosa puede servir, si la “vivimos” con plenitud.
Esa es una de las cosas que nos enseña Ana con su diario. A seguir viviendo, pase lo que pase, de modo profundo y total. No sabemos si nuestra vida será corta o larga. Pero dure lo que dure, vamos a vivirla. Ahora. Con lo que hay. Tal cual. Eso es resiliencia.
Así que estas son las dos recomendaciones que os hago:
Busca tus fresas. Encuentra tus momentos de felicidad cada día. Están ahí, para ti. Sólo tienes que buscarlos.
Y si tienes veleidades literarias, escribe. Quizás tus pensamientos sirvan en el futuro para otras personas que se encuentren en la misma situación que tú. Y, además, la escritura es terapéutica.
Pero eso es otra historia que contaremos en otra ocasión…